Every Teardrop Is a Waterfall

No sé cómo explicarlo. No sé cómo poner en palabras
las ganas desesperadas
de poner los pies
sobre el agua.

Solía escribir en prosa, y contar mi última anécdota acompañada de mucho drama y sentimientos. Pero, por algún motivo, ese dejó de ser mi idioma. Hoy, que tengo mucho para decir -quizás demasiado-, voy a tratar de dar lo mejor de mi. Por lo menos, una vez.

Ahora si. Soy adulta. No por mi edad, sino porque hace muy poco empecé a trabajar. Este escrito no solo se llama de esa forma por la obra de arte creada por Coldplay, sino porque la estoy escuchando ahora. Dicho sea de paso, es una de esas canciones que me generan tantas cosas lindas, diferentes, multicolores, que cada vez que la escucho existe un alto porcentaje de terminar en lágrimas, o como ahora... escribiendo. Justamente, por eso puse ese nombre. Porque escucho esa canción y siento todas estas cosas... en mi casa... a las cuatro de la mañana... sola. Este es mi problema: quiero irme.


Quiero poner los pies sobre el mar, sobre un rio, sobre el agua, sobre Córdoba o algún lugar en la costa. Me invade el encierro. Me siento enjaulada. Y todo esto me lleva a la vida real: ahora trabajas, bancatela. Simplemente, mi vida cambió. Ya no puedo hacer planes que abarquen más de una semana porque en el medio hay una responsabilidad enorme. Llegó ese momento de mi vida en el que, lisa y llanamente... ya está. Se acabaron todos los juegos habidos y por haber.

Cuando somos chicos creemos fervientemente en una sola cosa: el día de mañana seremos aquello, y sólo aquello, que siempre quisimos ser. Bueno, les confío un secreto: de chica no soñaba con levantar los platos de otra gente, ni de escondernos con mis compañeros para comer los postres que sobraron, ni mucho menos de sacar telarañas de los baños. Mierda. Eso si que no era mi sueño. Estoy atravesando la primer jugada de la vida: mi primer trabajo. Estoy en el medio de esa anécdota que voy a contar en la mesa familiar cuando tenga 52 años, y diga que en mi primer noche confundí un cordero con un ojo de bife. Estoy en el medio de lo que algunos llaman pasado, estoy en una de mis tantas primeras veces. De mi depende algo gigante: que ese día, en el que esté sentada en una mesa, y cuente como y cuál fue mi primer experiencia laboral... sonría, o termine con un dejo de tristeza.

Cuando era chica, adoraba que mi papá nos acompañara en nuestras vacaciones, pero siempre sucedía que él debía trabajar. Me cansaba de preguntarle por qué no pedía vacaciones. Porque con cinco años era re fácil ir y pedir vacaciones, y cobrar menos por veinte días, y tener una heladera vacía, y cagarse de frío en invierno.

Ahora es cuando entiendo todo. Realmente, hasta que no se vive no se explica. No es fácil enfrentarte a un superior, ni pedir beneficios (que de todas formas, son derechos tuyos por trabajar). No es fácil  levantar las copas sucias mientras lo único en lo que pensas es en ser una milanesa andante por culpa de la arena. No es fácil levantar la misma carta que entregas todas las semanas mientras escuchas a la gente hablar de sus yates, sus viajes a Europa o sus cuentas bancarias.

Escapar. A donde sea, como sea. Respirar mar. Respirar paz. Respirar un aire diferente, y ver las estrellas de noche. Escuchar el ruido del agua, y ver un atardecer en la playa. Esquivar olas, tener otra historia para contar.

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