Sobre Abrazos y un Plato de Comida

Estos últimos días no fueron los mejores. Estoy triste. Me siento muy sola. Nunca antes he sentido esta incertidumbre, aquella de desconocer el paso a seguir. No sé qué hacer: no sólo con mi vida, sino ahora, en este momento. No quiero hacer nada de lo poco que tengo para hacer, y todo lo que quiero comenzar a realizar, se encuentra estancado por culpa de una crisis económica y una depresión de invierno. Quiero abrazarme y que me abracen. Quiero saber si con el calor de unos brazos amigos, la tristeza encuentra algún río por dónde desencadenar. Una vez escribí en este mismo lugar sobre el miedo a lanzarme a la vida, y lo hice en reiteradas oportunidades. Resulta que, tres años después, me estampé contra el suelo más rígido del universo. 

Sigo creyendo que el sol nos hace sentir que, en algún momento, más tarde que temprano o más temprano que tarde, vamos a estar bien. Las encuestas de internet dicen que tengo depresión. Lo cierto es que estoy más triste que otras veces, pero no es algo tan pasajero o esporádico como una tristeza de domingo. La soledad se tele-transporta al resto de los días, y hay una parte mía que cada día muere un poquito más. 

En los últimos tiempos, jamás he sido capaz de dejar de pensar en las personas que me rodean. Sucede que las amo por demás, y por suerte me hacen bien. Puede que logre prescindir de un sol a las 9am, si es que al anochecer sé que voy a reírme con ellos. Creo que los he tomado como una especie de combustible. Y que estoy bien con eso. Y, también, que no tengo miedo. He tenido amistades variadas y de todo tipo, me han desilusionado y me han roto el corazón lo suficiente como para temerle a las pérdidas espontáneas. Pero hubo un día, hace poco tiempo, en el que el sol partía a la tierra en mil pedazos. Mi cuerpo estaba más que apto para absorberlo en cuerpo y alma, pero yo no estaba muy bien. Entonces me dijeron que me querían en forma de almuerzo improvisado. Ya me había hecho una idea con anterioridad, pero ese día, mientras caminaba por la calle llegando a mi destino, lo supe. Sus cabecitas se asomaban con disimulo por el paredón vecino. En ese momento me di cuenta que nunca iba a importar en qué lugar exactamente tenga colocados mis pies. Tenía un lugar en dónde caer. Tengo brazos en los que sentirme un poco menos triste. Un plato más de comida en otros lugares que no necesariamente son mi casa. Aunque esas personas... son un hogar por si solas. 

Esto último es lo único que me sostiene de momento. Espero estar bien o, por lo menos, mejor de lo que estoy ahora. Espero en estos días poder reencontrarme con el calor de sus brazos. Sobre todas las cosas: espero sentir en cuerpo y alma haber tomado el camino correcto.  

No abras las cortinas si no querés, ya vendrán tiempos mejores. 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

¿por qué siempre escuchas las cosas malas y nunca escuchas las cosas buenas?

manual de instrucciones para rendir un final

la paz nunca fue una opción