El Invierno y el Sol

El invierno se acerca y tengo el privilegio de tener una manta a mi lado. Mi vida, en este momento, es una noche constante iluminando mis alrededores con una luz cálida. Ayer me agarró un llanto repentino. Motivos: inexistentes. Varios de nosotros nos hemos acostumbrado a convivir con el dolor. Hemos conocido pozos de todo tipo: desde los más oscuros hasta los menos hostiles. Hemos estado tirados en el piso recibiendo patadas. Bien sabemos de aprender a ponernos de pie e insistir en caminar. Sucede que la tristeza en nuestras vidas es como un colorante sobre la más blanca ropa: transforma. Su impronta es tal, que nunca volvemos a ser los mismos. Hoy, mientras me acordaba del llanto dominguero, pensé mucho en algo: conocemos todo sobre la tristeza. Conocemos sus tonalidades, sus matices. Sabemos a la perfección de qué forma impacta sobre nuestros cuerpos. El pesar de las piernas al caminar, el pesar de los párpados hinchados... absolutamente todo. Un día, aparece algo que nos provoca completa incertidumbre, algo que no conocemos. Eso es mi llanto dominguero. La certeza absoluta de que, después de tanto tiempo, de tantos pozos y de tantos colores oscuros, las piernas ya no pesan tanto; los párpados... tampoco. Y me he acostumbrado tanto a convivir con el dolor, que no supe reconocer a las claras una obviedad que se presentó ante mi hace unos meses ya: la sensación de estar bien.

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